EN
UN NEGOCIO perdido de la avenida Libertad, le compré a un viejo un juego
original por dos mangos. Me dijo que me lo vendía porque consideraba que yo lo
iba a apreciar. «Vejete mentiroso», pensé, y le hice encender la máquina para
probarlo. Me gustó. Apenas llegué a casa me encerré a jugar.
Se
trata de reunir unos animales para llenar un barco y así salvarlos antes de que
Dios desate una lluvia que los ahogue a todos. Se puede elegir entre cazarlos o
invitarlos a subir. Voy bien, sólo me falta cazar una pareja de elefantes para
ganar.
Cuando
despliego con un doble clic el mapa para comprobar qué lugares aún no exploré,
comienza a llover. La leyenda LOSER titila en la pantalla. De repente siento
como la lluvia moja mi cara.
―¡Este
juego es lo máximo! ―exclamo.
Y
me dispongo a intentarlo de nuevo pero el mouse se desvanece de entre mis
dedos, le siguen el teclado y el monitor. Me quedo a oscuras. Tengo frío.
Enseguida unos relámpagos lo iluminan todo y me descubro con el agua hasta la
cintura. A la distancia avizoro al viejo sobre la cubierta del navío que se
aleja.
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