APARTO
la vista del libro, disfruto del sol y vagabundeo con la mirada. Una niña juega
con su muñeca al lado de una señora que habla por el celular, una pareja de
abuelos da de comer a las palomas. Vuelvo a mirar a la niña. De uno en uno, le está
arrancando los cabellos a la muñeca; su voz me llega como un susurro: «¡Calva
te vas a ver mucho más linda!». Retorno decididamente a mi lectura, pero ella
no cesa: «¡Sin deditos, La Manquita te van a llamar!». Doy vuelta a la página. «¡A
alguien que yo sé le sobran los ojitos!» Comienzo a leer en voz alta, pero otra
voz me ahoga las palabras: «¡Ayúdeme, por favor, ayúdeme!», clama la muñeca. Su
voz me recuerda a la de mi hija. Cierro el libro y me dirijo hacia ellas. De un
manotazo, le arrebato la muñeca a la niña, y la mujer, sin cortar la llamada,
me increpa. Trato de explicarle lo que ocurre, pero se niega a escucharme. Un
policía interviene, me quita la muñeca y solicita una patrulla. La gente se
arremolina a mi alrededor. Y mientras me arrestan, alcanzo a observar cómo la
niña y la muñeca se sonríen.
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